viernes, 20 de enero de 2012

LA VERTIENTE PIADOSA DE UNA MUERTE SENTENCIADA

Nuevamente colabora con este blog la Doctora Lourdes Amigo Vázquez, que en esta ocasión nos ilustra sobre la misión que desempeñaba la Cofradía de la Pasión de atención a los condenos a muerte. La reitero nuevamente mi agradecimiento por su colaboración.


Todo estaba preparado en la Plaza Mayor de Valladolid, la mañana del 29 de diciembre de 1802, para ser escenario de una ejecución pública. El soldado Mariano Coronado había sido sentenciado a la horca por la autoridad militar. El capellán del Regimiento de Voluntarios fue el encargado de reconfortar su alma. Tampoco faltaron los cofrades de la Pasión, que lo acompañaron hasta el suplicio. Ya con la soga al cuello, el condenado solicitó dos salves y un credo. Cuando rezaba el capellán el credo, el verdugo, para acelerar su muerte, se arrojó con el reo y su hijo le agarró por los pies. Al cuarto de hora, el clérigo mandó bajar el cuerpo y lo entregó a la cofradía. Pero entonces “...empezó la gente que el aorcado estaba vivo...”, como así era. Refugiado en la iglesia de la Pasión, la cofradía lograría su curación y también su indulto. 
Por esta vez, la Cofradía Penitencial de la Sagrada Pasión de Cristo, acostumbrada a amortajar y dar sepultura a aquellos marginados, cambió su cometido. Creada en 1531, no todo era Semana Santa para sus cofrades. En sus comienzos habían sido múltiples sus labores asistenciales para con los otros, entre los que, al menos desde 1553, se encontraban los ajusticiados. En 1576 tuvo lugar la agregación de la Pasión a la cofradía de San Juan Degollado, sita en Roma, y dedicada a los condenados a muerte, con lo que dispuso de sus mismas bulas e indulgencias y también a este santo como patrono. Años antes, en 1568 el Santo Oficio concedió permiso a la Pasión para asistir a los autos públicos de fe. 




Plaza Mayor de Madrid
Auto de Fe
Pintura de  Francisco Ricci 1683
(Imagen tomada de internet) 

Poco a poco se iría especializando en esta obra de piedad. Como señala en 1833, “...el principal instituto de la cofradía se a reducido por el vien del alma de los pobres que desgraciadamente son sentenciados a sufrir la última pena...”. Así, por lo menos desde finales del XVIII, las cuentas de esta actividad se llevaban aparte y ya en 1812 hay noticia de la existencia de comisarios de reos.
Hasta principios del XX, la cofradía de la Pasión se esmeraría en dar auxilio a los ajusticiados. Sin embargo, debemos detenernos sobre todo en la Época Moderna o Antiguo Régimen (desde el siglo XVI hasta 1833). Expresión de aquella sociedad sacralizada eran tanto la obsesión por la salvación y las prácticas de caridad, que llenaban de significado la labor de la Pasión, como las propias cofradías, el cauce asociativo más generalizado entonces, con importantes implicaciones en el ámbito asistencial. A su vez, Valladolid era sede de dos importantísimos tribunales, con amplios distritos de acción y con la capacidad de aplicar la pena de muerte, como eran la Inquisición y la Chancillería. 

En ésta última, los alcaldes del crimen actuaban como Alto Tribunal de Justicia Castellano en los asuntos criminales para el Norte del Tajo y también en primera instancia –civil y criminal- para la ciudad de Valladolid y sus cinco leguas, robando protagonismo al corregidor. Por último, durante el Antiguo Régimen, la ejecución de la pena de muerte se definía en gran medida por su carácter de ceremonia pública, que servía para reforzar la imagen triunfante de la justicia. Un espectáculo multitudinario que adquiría incluso tintes festivos, en una sociedad acostumbrada a la muerte e inclinada al regocijo y a la violencia. Un ritual que, dada aquella extremada religiosidad dominada por la exteriorización y teatralización de la piedad, se completaba con otro igualmente minucioso como era el dar sepultura al cadáver.
Para encuadrar la actividad de la cofradía de la Pasión, hemos de comenzar dando algunas pinceladas sobre el proceso judicial y la aplicación de la pena de muerte durante aquellos siglos. La Justicia Penal de la Monarquía Absoluta se definía por su carácter desigual, como jerárquica era la sociedad -no eran iguales los nobles que los del estado llano-, condenatorio -no existía la presunción de inocencia- y práctico en cuanto a las sentencias. Junto a las penas pecuniarias y de cárcel menor, había otras mucho más severas, en forma de trabajo forzado o de servicio militar, para los hombres, y reclusión en la cárcel -la Galera- para las mujeres, que podían estar acompañadas de castigos corporales. La pena de muerte se reservaba a unos pocos, para delitos de lesa majestad, homicidios, homosexualidad, bestialidad y algunos delitos contra la propiedad, como robos sacrílegos o el bandidaje. Similares parámetros regían para el Tribunal del Santo Oficio, de naturaleza mixta -jurisdicción real y eclesiástica-, que restringía los relajados a las herejías más graves. 



 Tribunal de la Inquisición
Óleo de Goya 1812-1819
(Imagen tomada de Internet)
  
La liturgia de la pena capital se repetía con demasiada frecuencia en Valladolid, siendo en su mayoría forasteros los ajusticiados y en diversas ocasiones varios a un tiempo. Nos vamos a centrar en el siglo XVIII y principios del XIX, período para el que disponemos de más información.  En la primera mitad del Setecientos, la Inquisición recuperó parte de su antiguo vigor, sobre todo por la persecución de los judíos portugueses. Fueron 48 los relajados (8 de ellos en estatua), hasta que en 1745 se apagaron las hogueras de la Inquisición en nuestra ciudad, como ha estudiado Ángel de Prado Moura. Además, desde 1725 hasta 1800, la justicia real ordinaria ejecutó, preferentemente con la horca, al menos a 142 personas (sólo 6 mujeres).
Tres eran los escenarios de las ejecuciones en el siglo XVIII. Los parricidas -asesinos de un familiar directo-, condenados al garrote y a ser encubados en el río, eran ajusticiados en el Campillo de San Nicolás, junto al Pisuerga. Los nobles e hidalgos recibían garrote en la Plaza Mayor, aunque fueran parricidas. Allí eran ahorcados, muerte mucho más vil, los del pueblo llano. Estos últimos, en numerosas ocasiones eran descuartizados, colocándose sus “trozos” en las cuatro puertas de la ciudad, para dejar constancia del delito y de su represión. Por último, en el Campo Grande ardían las hogueras de la Inquisición y también eran quemados los sodomitas.
Las cifras de ejecuciones se dispararían en los 33 primeros años del siglo XIX, debido a la actividad de la justicia, incluida la militar presente también entonces en Valladolid. La crisis del Antiguo Régimen y su inestabilidad social y política provocaría este aumento, tanto por delitos comunes como sobre todo políticos, siendo muchos reos fusilados. Nos encontramos al menos con 181 ajusticiados (7 mujeres). Durante la Invasión Francesa, la horca sería sustituida por el garrote, método más “humanitario”, a la vez que las ejecuciones perderían parte de su publicidad, al celebrarse muchas en el Campo Grande. Lo mismo sucedería en el Trienio Liberal (1820-1823). Por fin, en 1832, tendría lugar la abolición de la pena de horca.
Si los ideales religiosos marcaban los comportamientos cotidianos, todo era mucho más claro cuando la muerte anunciaba su llegada. La situación del sentenciado a la pena capital no era la más idónea, pero también debía prepararse para este trance. La obsesión por su salvación procedería del reo, de los eclesiásticos que le asistían y, como no, de los cofrades de la Pasión.
Nada más conocerse que un reo estaba en capilla, sentenciado por la justicia real, la cofradía se ponía en marcha, para darle consuelo material y sobre todo espiritual. Sucedió el 8 de abril de 1712, al saber que Agustín de Barrio, natural de Matapozuelos, había sido condenado por la Sala del Crimen a ser ahorcado y descuartizado. Al anochecer, los cofrades, junto con el párroco de San Lorenzo, su capellán, se dirigieron a la cárcel. Allí se formó una procesión, llevando un Cristo y hachas. En la capilla, el reo recibió una plática espiritual, la bula, la túnica y la soga y tomó un refresco. Agustín no pudo menos que dar “...las grazias por el sumo zelo con que [la cofradía] se aplicaba al cumplimiento de su ynstituto y cumpliría con hazerle su entierro...”. También la Pasión dispuso la petición de limosnas, nombrando individuos que salieron por las calles tocando las campanillas, con lo que, además de involucrar a toda la comunidad en la salvación del reo, podía afrontar los gastos que se le avecinaban.
Al día siguiente, a las 10 de la mañana, salió la Pasión en forma desde su casa, llevando un Cristo grande, los alcaldes sus cetros y los demás hachas encendidas, y fueron a la cárcel. Acompañó a Agustín, quien iría como era habitual sobre mula enlutada, atado de pies y manos, y permaneció en la Plaza Mayor junto al suplicio hasta su muerte. Entonces regresó a su iglesia, dejando dos hachas encendidas junto al cuerpo y continuando la petición de limosnas.
La labor de la cofradía con los condenados a relajación por el Santo Oficio también iba dirigida, al igual que la de los religiosos que les asistían, a tratar de lograr su arrepentimiento y evitar su condena eterna. Si se lograba, el verdugo les daría primero garrote, de lo contrario serían quemados vivos. En 1568, la Inquisición autorizó a la cofradía a asistir a los autos generales de fe, como hizo por primera vez al año siguiente. 



 Grabado. Auto de Fe en la Plaza Mayor de Valladolid
(imagen tomada de internet)


Concurría a la procesión de los penitenciados, que se dirigía desde el tribunal hasta la Plaza Mayor, donde se situaban dos cofrades en el cadalso, con hachas encendidas y un crucifijo. Terminada la ceremonia, parte de los cofrades volvían con los penitentes al tribunal y los otros acompañaban a los relajados con el Cristo hasta el Campo Grande, donde la cofradía tenía dispuesto un altar.
En 1667 se celebró en Valladolid el último auto general de fe. A partir de entonces sólo tendrían lugar autos particulares en distintas iglesias, los más importantes en el convento de San Pablo, en los que también comenzarían a salir relajados. En la propia ceremonia la cofradía ya no dispondría de lugar, pero seguiría acompañando a los reos hasta la iglesia y de allí al Campo Grande. Por vez primera, en el auto de fe de 1704 se señala que el Cristo del Perdón, imagen que precisamente acaba de cumplir 350 años, era el que se colocaba en el altar, junto al suplicio, donde los ajusticiados hicieron “...actos de contrizión...”.
Los relajados por la Inquisición eran quemados hasta convertirse en polvo, pero a los otros ajusticiados era preciso darles también sepultura. Por un lado, la cofradía de la Pasión enterraba los huesos de los descuartizados, en el desaparecido convento de San Francisco, sito en la Plaza Mayor. La primera ocasión fue el 23 de enero de 1578, tras lograr licencia de los alcaldes del crimen, “...porque en este pueblo no los solían enterrar y se los comían los perros...”. Poco después se establecería para su celebración el domingo de Lázaro, día en que todos los años tenía lugar el aniversario por los difuntos ajusticiados, hubiera o no entierro de cuartos.
El sábado 12 de marzo de 1701 se recogieron de los caminos los huesos de Pedro Tornero, que fueron colocados en un magnífico túmulo lleno de velas dispuesto fuera del Humilladero del Cristo de la Pasión -demolido a principios del XIX-. La mañana del domingo se sucedieron las misas por el ajusticiado. Por la tarde se formó la solemne comitiva con los cofrades y otras personas a caballo, llevando los huesos en una caja ricamente engalanada y cerrando el entierro 12 sacerdotes. Ante un “...gran concurso de jente...”, el magnífico cortejo fúnebre recorrió las principales calles de la ciudad y realizó paradas delante de distintas iglesias, donde se cantaron responsos, hasta llegar a la Plaza Mayor.



 Grabado. Responso
(Imagen tomada de internet)

Allí fue recibido por la Parroquia de Santiago con su cruz. Ya en el convento, con la asistencia de los religiosos, se dio tierra a los huesos en una capilla situada  “...entre la puerta de la iglesia o nave de Santa Juana y la pared de la casa de Baltasar de Paredes...”, celebrándose al día siguiente las honras. En 1765 tuvo lugar el último entierro público de huesos. A partir de entonces eran colocados en la iglesia de la Pasión y desde allí llevados al convento. Desde principios del XIX ya no se podrían sepultar en la capilla de San Francisco, y desde 1816 el entierro se celebraría el sábado de Lázaro.
En el siglo XVIII, al anochecer, la cofradía sacaba del Pisuerga el cadáver de los parricidas. Se formaba el entierro, con la asistencia de la cruz y la clerecía de San Nicolás. En esta Parroquia el cuerpo recibía sepultura, bien en la iglesia o avanzada la centuria en el cementerio, más barato.
Puesto el sol, se podía bajar el cuerpo del suplicio dispuesto en la Plaza Mayor de aquellos que no eran descuartizados. Se celebraba un entierro solemne y multitudinario, en que llevaba la cruz la Parroquia de Santiago. En un principio, los ajusticiados en la Plaza Mayor eran sepultados en el atrio de Santiago, si bien parece que ya los nobles dados garrote lo eran en el convento de San Francisco. Por problemas en 1752 con el párroco, se trasladaron los enterramientos a San Francisco. Se construyó una capilla para los nobles, en frente de la que ya existía para los descuartizados, y en el intermedio se situó el cementerio, en una zona del atrio o patio de entrada del convento.
La convivencia de vivos y difuntos era una de las características más notorias de la religiosidad del Antiguo Régimen, sin fronteras entre lo natural y lo sobrenatural. En la segunda mitad del XVIII, la Ilustración, nueva corriente intelectual centrada en la razón y obsesionada con el atraso económico y cultural del país, se empeñó en deslindar campos, atacando también a los cementerios dentro de la urbe, en lo que incidía la preocupación por la salud pública. La cofradía de la Pasión iba a sufrir duramente los ataques por sus enterramientos en San Francisco, de momento no por los de San Nicolás, más lejos del centro urbano. 



 El desaparecido Convento de San Francisco en la Plaza Mayor de Valladolid
(Imagen tomada de internet)

Los problemas comenzaron a principios del siglo XIX, cuando varios vecinos de la Acera de San Francisco -donde la Plaza Mayor- iniciaron pleito en la Chancillería, por “...causarles enormes perjuicios a la salud las emanaciones pútridas de la corrupción de los cadáveres...”. Una real carta ejecutoria les daría la razón, por lo que en 1804 comenzaría el largo peregrinaje de la cofradía con sus muertos, que serían enterrados en distintos lugares según el momento -Humilladero del Cristo de la Pasión, cementerio de la calle del Sacramento en la Parroquia de San Ildefonso, situado a las afueras de la ciudad, nuevamente en el recinto del convento de San Francisco pero en espacios diferentes a su antiguo lugar de sepultura... Hasta que en septiembre de 1833 abre sus puertas el actual Cementerio General de Valladolid, regido por la municipalidad, fuera de la ciudad, en los terrenos del poco después desamortizado convento de carmelitas descalzos. A la derecha, separado del resto, se dispondría “...el cementerio destinado a  los reos...”, donde la Pasión daría sepultura al primer ejecutado el 4 de enero de 1834.
No sólo iba a cambiar el lugar de enterramiento, un ejemplo más de la lenta secularización que se estaba produciendo. En 1834, con el Liberalismo, la Inquisición es definitivamente abolida. Ese mismo año desaparece la Chancillería, sustituida por la Audiencia Territorial de Valladolid (León, Zamora, Salamanca, Valladolid y Palencia), y en 1882-92 se crea también la Audiencia Provincial, en un principio sólo con competencias en asuntos criminales. No por ello dejarían de consumarse diversas sentencias de muerte en nuestra ciudad, aunque posiblemente con menor frecuencia que en tiempos pretéritos. Sin embargo, las ejecuciones como espectáculo público y multitudinario desaparecerían con el avance de la centuria decimonónica, así como el descuartizamiento, por cuestiones de higiene. De todas formas, aunque sin el ceremonial y la publicidad de antaño, la Pasión seguiría cumpliendo su labor con los condenados a la pena capital hasta principios del siglo XX.
Por fortuna, prácticas de caridad como las que durante siglos realizó la Pasión con los ajusticiados, así como diversas cofradías en otros lugares, ya no son necesarias en nuestro país. Sin embargo, todavía en la actualidad, como una de sus señas de identidad, la cofradía de la Pasión sigue esmerándose en la asistencia al prójimo.

1 comentario: