Hoy 11 de octubre de 2012 en el inicio del "Año de la Fe", vale la pena traer al blog un escrito inédito del Papa Benedicto XVI en el que recuerda en primera persona aquella vivencia, aquel otro 11 de octubre del año 1962, fecha del inicio de Concilio Vaticano II. Hace pocos instantes, desde la misma ventana de los apartamentos pontificios donde hace cincuenta años Juan XXIII pronunciaba aquel memorable discurso conocido como "El discurso de la luna", nuestro queridísimo Santo Padre ha querido darnos ánimos y recordar aquel discurso y hacer suyas aquellas palabras finales que dirigió el Papa Juan a las personas congregadas en la Plaza de San Pedro: "...al volver a casa encontrareis a los niños, hacedles una caricia a vuestros niños y decidles....esta es la caricia del Papa. Quizá encuentren alguna lágrima que enjugar, dadles una palabra de aliento; el Papa está con nosotros especialmente en la hora de la tristeza y de la amargura..."
INÉDITO DEL SANTO PADRE
BENEDICTO XVI
PUBLICADO CON OCASIÓN DEL 50 ANIVERSARIO
DE LA APERTURA DEL CONCILIO VATICANO II
PUBLICADO CON OCASIÓN DEL 50 ANIVERSARIO
DE LA APERTURA DEL CONCILIO VATICANO II
Fue un día espléndido aquel 11 de octubre de 1962, en el que, con el ingreso
solemne de más de dos mil padres conciliares en la basílica de San Pedro en
Roma, se inauguró el concilio Vaticano II.
Ingreso de los Padres Conciliares a la Basílica de San Pedro
En 1931 Pío XI había dedicado este
día a la fiesta de la Divina Maternidad de María, para conmemorar que 1500 años
antes, en 431, el concilio de Éfeso había reconocido solemnemente a María ese
título, con el fin de expresar así la unión indisoluble de Dios y del hombre en
Cristo. El Papa Juan XXIII había fijado para ese día el inicio del concilio con
la intención de encomendar la gran asamblea eclesial que había convocado a la
bondad maternal de María, y de anclar firmemente el trabajo del concilio en el
misterio de Jesucristo. Fue emocionante ver entrar a los obispos procedentes de
todo el mundo, de todos los pueblos y razas: era una imagen de la Iglesia de
Jesucristo que abraza todo el mundo, en la que los pueblos de la tierra se saben
unidos en su paz.
Fue un momento de extraordinaria expectación. Grandes cosas debían suceder. Los
concilios anteriores habían sido convocados casi siempre para una cuestión
concreta a la que debían responder. Esta vez no había un problema particular que
resolver. Pero precisamente por esto aleteaba en el aire un sentido de
expectativa general: el cristianismo, que había construido y plasmado el mundo
occidental, parecía perder cada vez más su fuerza creativa. Se le veía cansado y
daba la impresión de que el futuro era decidido por otros poderes espirituales.
El sentido de esta pérdida del presente por parte del cristianismo, y de la
tarea que ello comportaba, se compendiaba bien en la palabra “aggiornamento”
(actualización). El cristianismo debe estar en el presente para poder forjar el
futuro. Para que pudiera volver a ser una fuerza que moldeara el futuro, Juan
XXIII había convocado el concilio sin indicarle problemas o programas concretos.
Esta fue la grandeza y al mismo tiempo la dificultad del cometido que se
presentaba a la asamblea eclesial.
Juan XXIII
Los distintos episcopados se presentaron sin duda al gran evento con ideas
diversas. Algunos llegaron más bien con una actitud de espera ante el programa
que se debía desarrollar. Fue el episcopado del centro de Europa —Bélgica,
Francia y Alemania— el que llegó con las ideas más claras. En general, el
énfasis se ponía en aspectos completamente diferentes, pero había algunas
prioridades comunes. Un tema fundamental era la eclesiología, que debía
profundizarse desde el punto de vista de la historia de la salvación, trinitario
y sacramental; a este se añadía la exigencia de completar la doctrina del
primado del concilio Vaticano I a través de una revalorización del ministerio
episcopal. Un tema importante para los episcopados del centro de Europa era la
renovación litúrgica, que Pío XII ya había comenzado a poner en marcha. Otro
aspecto central, especialmente para el episcopado alemán, era el ecumenismo: haber sufrido juntos la persecución del nazismo había acercado mucho a los
cristianos protestantes y a los católicos; ahora, esto se debía comprender y
llevar adelante también en el ámbito de toda la Iglesia. A eso se añadía el
ciclo temático Revelación – Escritura – Tradición – Magisterio. Los franceses
destacaban cada vez más el tema de la relación entre la Iglesia y el mundo
moderno, es decir, el trabajo en el llamado Esquema XIII, del que luego nació la Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual.
Aquí se tocaba el
punto de la verdadera expectativa del Concilio. La Iglesia, que todavía en época
barroca había plasmado el mundo, en un sentido lato, a partir del siglo XIX
había entrado de manera cada vez más visible en una relación negativa con la
edad moderna, sólo entonces plenamente iniciada. ¿Debían permanecer así las
cosas? ¿Podía dar la Iglesia un paso positivo en la nueva era? Detrás de la vaga
expresión “mundo de hoy” está la cuestión de la relación con la edad moderna.
Para clarificarla era necesario definir con mayor precisión lo que era esencial
y constitutivo de la era moderna. El “Esquema XIII” no lo consiguió. Aunque esta
Constitución pastoral afirma muchas cosas importantes para comprender el “mundo”
y da contribuciones notables a la cuestión de la ética cristiana, en este punto
no logró ofrecer una aclaración sustancial.
Contrariamente a lo que cabría esperar, el encuentro con los grandes temas de la
época moderna no se produjo en la gran Constitución pastoral, sino en dos
documentos menores cuya importancia sólo se puso de relieve poco a poco con la
recepción del concilio. El primero es la Declaración sobre la libertad religiosa solicitada y preparada con gran esmero especialmente por el
episcopado americano. La doctrina sobre la tolerancia, tal como había sido
elaborada en sus detalles por Pío XII, no resultaba suficiente ante la evolución
del pensamiento filosófico y la autocomprensión del Estado moderno. Se trataba
de la libertad de elegir y de practicar la religión, y de la libertad de
cambiarla, como derechos a las libertades fundamentales del hombre.
Al inicio de la Sesión inaugural del Concilio Vaticano II
Dadas sus
razones más íntimas, esa concepción no podía ser ajena a la fe cristiana, que
había entrado en el mundo con la pretensión de que el Estado no pudiera decidir
sobre la verdad y no pudiera exigir ningún tipo de culto. La fe cristiana
reivindicaba la libertad a la convicción religiosa y a practicarla en el culto,
sin que se violara con ello el derecho del Estado en su propio ordenamiento: los
cristianos rezaban por el emperador, pero no lo veneraban. Desde este punto de
vista, se puede afirmar que el cristianismo trajo al mundo con su nacimiento el
principio de la libertad de religión. Sin embargo, la interpretación de este
derecho a la libertad en el contexto del pensamiento moderno en cualquier caso
era difícil, pues podía parecer que la versión moderna de la libertad de
religión presuponía la imposibilidad de que el hombre accediera a la verdad, y
desplazaba así la religión de su propio fundamento hacia el ámbito de lo
subjetivo. Fue ciertamente providencial que, trece años después de la conclusión
del concilio, el Papa Juan Pablo II llegara de un país en el que la libertad de
religión era rechazada a causa del marxismo, es decir, de una forma particular
de filosofía estatal moderna. El Papa procedía también de una situación parecida
a la de la Iglesia antigua, de modo que resultó nuevamente visible el íntimo
ordenamiento de la fe al tema de la libertad, sobre todo a la libertad de
religión y de culto.
El segundo documento que luego resultaría importante para el encuentro de la
Iglesia con la modernidad nació casi por casualidad, y creció en varios
estratos. Me refiero a la Declaración "Nostra aetate" sobre las relaciones de
la Iglesia con las religiones no cristianas. Inicialmente se tenía la intención
de preparar una declaración sobre las relaciones entre la Iglesia y el judaísmo,
texto que resultaba intrínsecamente necesario después de los horrores de la
Shoah.
Padres Conciliares
Los padres conciliares de los países árabes no se opusieron a ese texto,
pero explicaron que, si se quería hablar del judaísmo, también se debía hablar
del islam. Hasta qué punto tenían razón al respecto, lo hemos ido comprendiendo
en Occidente sólo poco a poco. Por último, creció la intuición de que era justo
hablar también de otras dos grandes religiones — el hinduismo y el budismo —,
así como del tema de la religión en general. A eso se añadió luego
espontáneamente una breve instrucción sobre el diálogo y la colaboración con las
religiones, cuyos valores espirituales, morales y socioculturales debían ser
reconocidos, conservados y desarrollados (n. 2). Así, en un documento preciso y
extraordinariamente denso, se inauguró un tema cuya importancia todavía no era
previsible en aquel momento. La tarea que ello implica, el esfuerzo que es
necesario hacer aún para distinguir, clarificar y comprender, resulta cada vez
más patente. En el proceso de recepción activa poco a poco se fue viendo
también una debilidad de este texto de por sí extraordinario: habla de las
religiones sólo de un modo positivo, ignorando las formas enfermizas y
distorsionadas de religión, que desde el punto de vista histórico y teológico
tienen un gran alcance; por eso la fe cristiana ha sido muy crítica desde el
principio respecto a la religión, tanto hacia el interior como hacia el
exterior.
Mientras que al comienzo del concilio habían prevalecido los episcopados del
centro de Europa con sus teólogos, en el curso de las fases conciliares se
amplió cada vez más el radio del trabajo y de la responsabilidad común. Los
obispos se consideraban aprendices en la escuela del Espíritu Santo y en la
escuela de la colaboración recíproca, pero lo hacían como servidores de la
Palabra de Dios, que vivían y actuaban en la fe. Los padres conciliares no
podían y no querían crear una Iglesia nueva, diversa. No tenían ni el mandato ni
el encargo de hacerlo. Eran padres del Concilio con una voz y un derecho de
decisión sólo en cuanto obispos, es decir, en virtud del Sacramento y en la
Iglesia del Sacramento. Por eso no podían y no querían crear una fe distinta o
una Iglesia nueva, sino comprenderlas de modo más profundo y, por consiguiente,
realmente “renovarlas”. Por eso una hermenéutica de la ruptura es absurda,
contraria al espíritu y a la voluntad de los padres conciliares.
En el cardenal Frings tuve un “padre” que vivió de modo ejemplar este espíritu
del Concilio. Era un hombre de gran apertura y amplitud de miras, pero sabía
también que sólo la fe permite salir al aire libre, al espacio que queda vedado
al espíritu positivista. Esta es la visión a la que quería servir con el mandato
recibido a través del Sacramento de la ordenación episcopal. No puedo menos que
estarle siempre agradecido por haberme llevado a mí — el profesor más joven de
la Facultad teológica católica de la universidad de Bonn — como su consultor a
la gran asamblea de la Iglesia, permitiéndome frecuentar esa escuela y recorrer
desde dentro el camino del concilio. En este volumen se han recogido varios
escritos con los cuales, en esa escuela, he pedido la palabra. Peticiones de
palabra totalmente fragmentarias, en las que se refleja también el proceso de
aprendizaje que el concilio y su recepción han significado y significan aún para
mí. Espero que estas diversas contribuciones, con todos sus límites, puedan
ayudar en su conjunto a comprender mejor el concilio y a traducirlo en una justa
vida eclesial. Agradezco de corazón al arzobispo Gerhard Ludwig Müller y a sus
colaboradores del Institut Papst Benedikt XVI el extraordinario empeño
que han puesto para la realización de este volumen.
Castelgandolfo, en la fiesta del santo obispo Eusebio de Vercelli, 2 de agosto de 2012
BENEDICTO XVI
Imágenes tomadas de internet
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