...Y llegó el Viernes Santo y lo que creíamos que no podía pasar, pasó. Valladolid despertó de blanco. Durante la semana habíamos contado con todos los rigores atmosféricos, solo faltaba la nieve y llegó también la nieve. Si hablamos de la Semana Santa de Valladolid se tiene que hablar inexcusablemente del Sermón de las Siete Palabras que se celebra normalmente en la Plaza Mayor. Las colgaduras negras de la plaza, las representaciones de las cofradías con sus hábitos multicolores y los siete pasos que hacen referencia a las Siete Palabras que el Señor dijo en la Cruz te trasladan, cerrando los ojos, a otros tiempos. Pero, cuando las condiciones climáticas impiden que que se celebre en tan imponente marco, está previsto que se celebre en la Catedral vallisoletana, como así ha sucedido este año. El orador, ...excepcional, y no lo digo por contarle entre mis amigos. Realmente, las palabras del Muy Ilustre Señor Don José Andrés Cabrerizo Manchado, canónigo de la Santa Iglesia Catedral, tocando temas de rabiosa actualidad, son de lectura y reflexión obligada en este tiempo y en una larga temporada.
Cofradia de las Siete Palabras
SERMON DE LAS SIETE PALABRAS
Viernes de la Cruz 2012
Hace casi cuarenta y cinco años nací en Valladolid, y en mis primeros
recuerdos ya está esta plaza, desde la misma acera donde ahora hablo. La Plaza
sigue siendo la misma y es, a la vez, diferente. Están el Ayuntamiento y
los soportales que en sus más de cuatro siglos han contemplado el
devenir de la Ciudad… poco más queda de la Plaza
de mi primera infancia: Hay otras banderas en el bello edificio
remozado del Consistorio; el edificio del Banco de Santander ha
sustituido a los humildes bloques de viviendas y la angosta calleja de
San Francisco; los duros adoquines y las bocas del aparcamiento a los
frondosos árboles que rodeaban la estatua de Pedro Ansúrez; el almagre
de las fachadas y la desaparición de los luminosos comerciales y las
viejas armerías…
Pero si la Plaza ha cambiado físicamente, más lo ha hecho lo que esa cáscara urbana esconde: el alma de la Ciudad, que no es otra que la de las gentes que la forman. Ese alma de la Ciudad
que es también el alma de nuestra sociedad. ¡Quizá la hemos perdido o
puede que solamente esté dormida! A pesar de nuestra historia, de
nuestras tradiciones, de nuestras cofradías, incluso del acto que en
este momento celebramos. ¿Estamos dispuestos a oir o, más bien, a
escuchar lo que Cristo nuestro bien gritó desde la Cruz?... si no es así nuestra Ciudad, nosotros mismos, nos habremos quedado sin alma, sin corazón…
Parafraseando al poeta: ¡Despierta alma dormida!
Reverendísimo Padre; excelentísimas e ilustrísimas autoridades
civiles, militares y eclesiásticas; oficiales mayores y cofrades de la
de las Siete Palabras; queridos hermanos todos:
Permíteme que te tutee, que este sermón sea una confidencia, palabras de un corazón que habla al corazón (cor ad cor loquitur).
Palabras de un corazón enamorado a un corazón que necesita estar
enamorado para vivir en plenitud; palabras del corazón de Cristo a tu
propio corazón; palabras pronunciadas en el momento más trascendente de
la vida del Hombre (con mayúscula), cuando Él entrega su vida por ti.
Siete palabras que Jesús habría pronunciado aunque tú fueses la única
persona que pudieses oirlas, siete palabras que hoy te sigue dirigiendo a
ti.
Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen (Lc 23, 34)
Imagina que eres tú quien estás sujeto a un madero, clavado sin haber
hecho nada que mereciese castigo. Muy posiblemente de tu boca no
podrían salir más que sonidos inarticulados o en el mejor de los casos,
si tuvieses fuerzas, alguna imprecación no muy agradable hacia quienes
te han llevado a esa situación. Por eso no puede menos que asombrarte
que las primeras palabras que Jesús pronuncia al ser alzado en la cruz
sean palabras de perdón, perdón acompañado de una excusa, como quitando
culpabilidad a aquél que verdaderamente lo es. La excusa que el
Crucificado nos da es la ignorancia: “no saben lo que hacen”.
Con facilidad podríamos pensar que, seguramente, habría personas que
no sabían lo que hacían; no sabían quien era aquel hombre que hablaba
con autoridad, al que seguía tanta gente, que hacía milagros…
Uno más de tantos charlatanes que poblaban los caminos del Próximo
Oriente, podría pensar el soldado romano; un líder fallido, un bandido
como los otros dos que estaban crucificados con Él, pensaría un zelota;
un hombre bueno, que cuidaba a los marginados, diría alguno que le había
acompañado desde la lejana Galilea. Pero ¿qué ignorancia podrían alegar
el sacerdote, el escriba, el fariseo, aquellos que presumían de conocer
la Ley y cumplirla? ¿No es esa excusa que pone Jesús un punto más para
pedir su muerte? ¿Cómo se atreve a llamar ignorantes a aquellos que
conocen la Ley y los Profetas mejor que nadie?
Y sin embargo esa súplica de perdón de Jesús a Dios Padre se dirige a
todos los que escuchan sus palabras, porque únicamente no
considerándose sabio (autosuficiente) se puede estar abierto a la
conversión… Entonces y dos mil años después; porque esa petición de
perdón al Padre Dios la hace por ti.
Del mismo modo que a aquellos sabios, a nosotros nos resulta
escandaloso considerarnos ignorantes: pensamos que todo lo hacemos bien y
que no necesitamos ser perdonados. Nos jactamos de que lo que hacemos
lo hacemos de buena fe, que todo lo que es producto de nuestra
“libertad” (palabra sagrada sobre todas para el que quiera ser moderno),
lo es de nuestra conciencia y, por ello, respetable, sin que pueda
recriminársenos ni llamársenos la atención.
Sin embargo nuestra conciencia está dañada: Hemos perdido el sentido
del pecado, los conceptos del bien y del mal y, más aún, el concepto de
Verdad del que aquellos proceden, Verdad que sólo se nos revela
plenamente en Cristo. Los hemos sustituido por nuestra complacencia, o
si quieres, en términos filosóficos, ha triunfado el hombre
concupiscible y el irascible sobre el hombre racional. Presumimos de ser
sabios y no dejamos que la razón, que es la que trama la conciencia
ilumine nuestras apetencias y nuestras repulsiones.
Jesús hace al Padre esa súplica por cada uno de nosotros. Todos en
cierto modo hemos abdicado de la Verdad: La hace por ti, esposo o
esposa, que te has olvidado de lo que significa el matrimonio, qué es
el amor conyugal y qué la apertura a la vida. La hace por ti, padre o
madre de familia, que has abdicado de tu papel natural para convertirte
en “amigo”, eliminado la autoridad en aras de un amor mal entendido. La
hace por ti, muchacho, que has creído todos los halagos que hacen a tu
juventud, que insisten en tus derechos y no en tus responsabilidades, y
que impiden que te conviertas en una hombre o una mujer completo. La
hace por ti, enfermo o anciano, que has perdido la esperanza porque te
han hecho creer que tu vida ya no sirve y que eres una carga para la
sociedad. La hace por ti, empresario o trabajador, que no buscas el
sentido social de la propiedad y del trabajo, sino únicamente el
beneficio de tu clase, sindicato o patrimonio. La hace por ti, servidor
de la cosa pública, para el que el poder se convierte no en un servicio
al bien común, sino en una meta alcanzada que hay que mantener como sea,
muchas veces al servicio de intereses ideológicos o económicos. La hace
por ti, la hace por mí, ministro de la Iglesia, que abarato la Palabra y
los Sacramentos del Señor con la excusa de la escucha a los signos de
los tiempos o por la tibieza con que vivo mi ministerio. La hace por ti,
cristiano que, quizá, has dejado de serlo y sólo guardas de Cristo un
ropaje que te pones de vez en cuando, puede ser que en Semana Santa,
pero que te estorba la mayor parte del tiempo. Como ha expresado el papa
Benedicto XVI en una entrevista de su reciente viaje a Méjico: Hay en muchos católicos una cierta esquizofrenia entre la moral individual y la moral pública.
¡Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen! ¡Padre, perdóname
porque me niego a reconocerme pecador! ¡Porque me niego e reconocer mi
ignorancia y me obceco en una sabiduría que procede de mi propia carne y
no de Ti!
Hoy estarás conmigo en el Paraíso (Lc 23, 43)
Una de las más importantes obras líricas de la literatura inglesa es
“El paraíso perdido” escrito por John Milton en 1667, ilustrado en el
siglo XIX por las inquietantes escenas de William Blake, una
dramatización sobre los primeros capítulos del libro del Génesis y que
viene a reflejar la zozobra y la angustia del ser humano que ha salido
del estado de felicidad original que Dios había pensado para él.
Por eso el hombre siempre se encuentra a la búsqueda de algún
paraíso. Cuando evocamos esta palabra nos vienen imágenes de abundancia
de todas aquellas cosas que anhelamos, de deseos satisfechos: playas
paradisíacas, vegetación exuberante, multitud de bienes de consumo, de
relaciones o de cualquier tipo de estímulos a nuestros sentidos. A
veces, incluso, el paraíso que buscamos no es tan materialista como los
ejemplos señalados: aparece como un ansia de mayor entrega a una noble
causa de solidaridad, de derechos, política o incluso religiosa.
El primer tipo de paraísos es aquél que nos ofrece y potencia la
cultura dominante y que no supone sino una forma de alienación del
hombre, de hacerle maleable de tal modo que responda a sus pulsiones,
emociones o sentimientos y no a su razón. El segundo tipo de paraísos
puede parecernos noble, pero convertidos en un fin en sí mismos pasan a
no ser más que instrumentos al servicio que esos otros paraísos que
nosotros nos hemos creado: Así la solidaridad anhelada puede convertirse
en un modo de lograr el paso de los bienes materiales de unas manos a
otras (generalmente las mías o las de mis amigos); el logro de unos
nuevos “derechos”, en dar legitimación a prácticas, acciones o actitudes
que laven mi cara frente a los demás, justifiquen mi comportamiento o
me hagan estar por encima de ellos construyendo una moral a mi medida;
la política como deseo de poder o de ambición; y unos sueños religiosos
que con la excusa de mistica y perfección de vida, en ocasiones,
enmascaran frustraciones, eluden responsabilidades o son huidas de la
realidad. En definitiva, todos esos paraísos que nos creamos y nos
buscamos no son más que repetir el primer pecado del hombre: el egoísmo,
la afirmación de uno mismo frente a Dios y frente a los demás y que,
paradójicamente, hicieron perder al hombre el Paraíso para el que había
sido creado.
¿Cuántas veces has escuchado las palabras de Cristo en la Cruz a lo
largo de tu vida? ¿Cuántas veces has escuchado este “Hoy estarás conmigo
en el Paraíso? Seguramente me podrás decir: “Muchas veces”; “llevo
viniendo al Sermón desde que era pequeño”… Pero si te preguntase ¿qué
significa “Hoy estarás conmigo en el Paraíso”? Probablemente o no me
contestas, o nunca has pensado en ello o me digas simplemente “el
Cielo”.
Para entender esta palabra de Jesús nos hace falta atender al diálogo
que existe entre los dos bandidos y Jesús. Dimas y Gestas habían
buscado su paraíso particular en la Tierra. Seguramente se trataba de un
paraíso político, ya que el término bandido es el mismo con el que el
Evangelio designa a Barrabás. A la hora de la muerte ese paraíso se
viene abajo y llega la hora definitiva, que cada uno va a experimentar
de modo diferente. Uno desde el empecinamiento en su propia verdad, en
su propio egoísmo; el otro reconociendo los hechos desde la Verdad, el
bien y el mal, la justicia y la injusticia, la inocencia y la
culpabilidad. Uno sigue sintiéndose sabio, el otro ha reconocido su
ignorancia y su pecado y por ello es capaz de convertirse, de abrirse al
misterio de salvación de Dios y, por eso, se le promete el Paraíso.
Habían buscado el paraíso, la felicidad, en la Tierra y no la
encontraron. Uno de ellos encontrará la salvación.
En este sentido ha sido publicado en italiano, hace unos días, una
recopilación de lecciones que en 1975 el entonces teólogo Joseph
Ratzinger impartió en la Facultad de Teología del Trivéneto. Aparece
allí una afirmación que debe hacernos pensar: El término «felicidad»
ha sustituido progresivamente, en el sentimiento y en el habla común
del área teológica, al término clásico «salvación». Eso ha implicado la
pérdida del fuerte sentido cósmico contenido en el concepto cristiano de
salvación. Con el término «salvación» se aludía a la salvación del
mundo, dentro de la cual se realiza la salvación personal. En cambio,
ahora felicidad reduce el contenido de la salvación a una especie de
bienestar individual, a una «cualidad» del vivir del hombre entendido
como individuo; en esta perspectiva el «mundo» ya no se considera por sí
mismo y globalmente, sino sólo en función individualista.
También hoy Jesús te invita a realizar ese proceso que realizó el
buen ladrón: ¿Qué paraíso andas buscando? ¿Adonde te lleva esa búsqueda?
¿Te da la felicidad? Reconocer tu miseria, tu pecado, tu debilidad, tu
impotencia, arrepentirte (que es algo muy sano, en el confesionario y la
vida cotidiana) es lo único que te puede hacer decir: “Acuérdate de mí
cuando estés tu Reino”; y que Él te responda: “Te lo aseguro, hoy
estarás conmigo en el Paraíso”.
Mujer, ahí tienes a tu hijo (Jn 19, 26)
Seguramente te resultará conocido el canto mariano Stabat Mater.
Hace unos años, cuando el cardenal Antonio María Javierre pronunció
este mismo Sermón, todos pudimos escuchar, intercaladas con sus
palabras, las estrofas de ese hermoso himno gregoriano:
Stabat mater dolorosa La Madre estaba llorosa
Iuxta crucem lacrimosa junto a la cruz lacrimosa
Dum pendebat Filium. de donde colgaba el Hijo.
Una composición medieval que intenta sumergirnos en la crucifixión de
Cristo desde la perspectiva de la Santísima Virgen. A lo largo de los
siglos insignes compositores han ido poniendo música a esos viejos
versos latinos. Hace no muchos años, en 2007, el maestro Palazón compuso
un nuevo Stabat Mater para una misa de réquiem, no
sólo compuso una nueva melodía, sino que, con el mismo espíritu de la
tradición de la Iglesia, encargó una nueva letra, que refleja fielmente
la figura de María al pie de cruz, pero que al menos en su comienzo
contiene una nota que puede servirnos en la reflexión de esta mañana:
Eres Madre dolorosa,
roca firme junto al Hijo
que se entrega por amor.
Fruto excelso levantado,
en el árbol nos redime
traspasado de dolor.
Madre llena de amargura,
ojos de mirar el llanto
con que llora el corazón.
Los que clavan a tu Hijo
han clavado en ti primero,
una espada de aflicción.
Roca firme junto al Hijo… La palabra latina stabat,
con la que se inicia el canto, indica estar, pero con sentido de
permanencia, de estar enraizado, firme, fiel. La expresión roca empleada
en esta nueva versión posee, además, un contenido eclesial que nos
remite a otros dos pasajes evangélicos: aquél en que Jesús nos habla de
la casa edificada sobre arena y la casa edificada sobre roca; y aquél en
que después de la confesión de Pedro, el Señor dice: “Tú eres Pedro y
sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no la
derrotará” (Mt 16, 18). María es la madre fuerte, rocosa, que ve morir
al Hijo amado; pero es también la Madre que da a luz a nuevos hijos: ese hijo que eres tú, ese hijo de la Iglesia que eres tú; porque la Madre María es la imagen de la Iglesia.
Hace unos días, en un programa de televisión aparecía un sacerdote
cubano al que se preguntaba cómo había sido posible su vocación en la
Cuba comunista: fue explicando las diferentes circunstancias de su vida,
llegó el momento en que debía realizar una tarea evangelizadora, de
puerta en puerta. En una casa se presentó, dijo quien era y qué estaba
haciendo; entonces el padre, cortesmente le dijo “que en aquella casa
todos eran comunistas y no creían en Dios”. El entonces seminarista, al
ver una imagen de la Virgen de la Caridad del Cobre, preguntó a
continuación: “¿y en la Virgen de la Caridad?”; el hombre le contestó:
“En Ella sí, es la Madre”.
Puede parecer una simple anécdota, pero nos da una idea clara:
incluso en el lugar más apartado de la fe, la presencia de María es
presencia de la Madre, también de la Madre Iglesia, que sigue
engendrando y acogiendo nuevos hijos. También te acoje a ti que quizás
te has apartado de la Iglesia: sólo puedes recibir a María como madre si
recibes a la Iglesia como madre.
Según el gran teólogo suizo Hans Urs von Balthasar la Virgen
representa el principio de unidad en la Iglesia e inseparable de los
otros principios apostólicos: el petrino que hace referencia a la fe de
ésta, recogida en el Credo y que es la expresión de esa roca que es la
fe apostólica; del principio paulino que nos habla de la misión; y del
principio joánico que nos muestra la fuerza del Espíritu de Dios. Amar a
la Madre que nos da Jesús ha de llevarte a profesar la fe de la Iglesia
de la que ella es el primer testigo, ha de hacerte corresponsable en su
misión, iluminada siempre por el Espíritu.
¿Qué es profesar la fe de la Iglesia? En primer lugar creer que Jesús
es el Salvador, con mayúscula, el único que salva; algo que puede
parecer una verdad de Perogrullo, pero que tantas personas incluso
cristianas cuestionan hoy en día. En segundo lugar que creer en Jesús
tiene consecuencias para tu vida, te la cambia, le da un sentido nuevo y
te lleva a tener un nuevo comportamiento.
Si continúas leyendo esta tercera Palabra verás que dice “y el
discípulo la recibió en su casa”. No la recibió, como obligación o por
cortesía, el Papa Benedicto XVI en su libro Jesús de Nazaret nos dice
que la traducción más correcta habría sido “que el discípulo la tomó
entre sus cosas”, la hizo parte de su vida.
Jesús al decirte esta palabra te está pidiendo que acojas a su Madre como tu Madre, y que acojas a la Iglesia como a tu Madre.
Dios mío, Dios mío ¿por qué me has abandonado? (Mt 27, 46; Mc 15, 34)
De las siete Palabras de Cristo en la cruz ésta ha sido siempre la
que más interrogantes ha presentado a aquellos que se sumergen en el
estudio de la Sagrada Escritura, porque tiene que ver con la bondad de
Dios, con su omnipotencia, con nuestra libertad. También tiene que ver
con lo que se llama la autoconciencia de Jesús, si sabía quien era
realmente…; a ello se unen las tinieblas de esas tres últimas horas de
Jesús en la cruz y el silencio de Aquél que tantas veces se había
manifestado señalándole como Hijo.
El Papa Benedicto XVI comentando las últimas palabras del Señor lo decía así en la Audiencia General del pasado 8 de febrero: Las
palabras que Jesús dirige al Padre son el inicio del salmo 22, donde el
salmista manifiesta a Dios la tensión entre sentirse dejado solo y la
consciencia cierta de la presencia de Dios en medio de su pueblo… El
salmista habla de “grito” para expresar ante Dios, aparentemente
ausente, todo el sufrimiento de su oración… El grito en el extremo
tomento es al mismo tiempo certeza de la respuesta divina, certeza de la
salvación, no solamente para Jesús mismo, sino para “muchos”. En esta
oración de Jesús se encierran la extrema confianza y el abandono en las
manos de Dios, incluso cuando parece ausente, cuando parece que
permanece en silencio, siguiendo un designio que para nosotros es
incomprensible.
Todos en algún momento de nuestras vidas, quizá en muchos,
experimentamos el sufrimiento. Normalmente no en la forma dramática de
una muerte violenta, aunque ahí tenemos a las víctimas y familiares de
víctimas del terrorismo, pero si en muchas circunstancias de la vida: no
podemos obviar los terribles efectos que esta larga crisis económica
está teniendo en tantos miles de familias españolas. Tampoco el drama de
los miles de mujeres que cada año se ven impedidas para ser madres,
muchas veces no por su propia voluntad, sino porque su entorno o la
sociedad misma cercenan eso que más que un derecho es la dimensión
natural de toda mujer. O el drama de tantos matrimonios que se rompen
porque es mucho más sencillo dejar los problemas de lado que
enfrentarlos. O la necesidad de tener que abandonar el propio país para
conseguir un modo de vida digno. Ni la impotencia que sentimos ante una
enfermedad que en muchas ocasiones reduce la capacidad de las personas.
Seguramente tú te has encontrado o te encuentras en esas situaciones, o
conoces a alguien que se encuentra en ellas.
Yo todos los días conozco de esos casos, porque el confesionario se
convierte muchas veces en un Calvario donde las personas elevan esa
oración hecha grito al Padre Dios. Lo mismo tú eres una de esas personas
que me han dicho: “Tengo dudas de fe, porque todo me sale mal… No
entiendo porqué a mi nieto de seis años, de repente le ha dejado de
funcionar un riñón… Llevo cuatro años en el paro y me ronda la idea del
suicidio para que mi familia cobre el seguro de vida o mis hijos tengan
una pensión… Tengo un marido enfermo crónico que me hace la vida
imposible… ¿Por qué no me lleva Dios ahora que ya no valgo para nada?”.
Pero en medio de la amargura y el dolor en ese grito desgarrado también
está la esperanza de que Dios puede ayudarnos.
Dios nunca te abandona, eres tú el que frecuentemente le dejas sólo,
como lo hizo tantas veces el pueblo de Israel. ¿Qué es lo que te hace
falta? La fe, la fe de Jesús. Recuerda que el dijo que “si tuvierais fe
como un granito de mostaza le diríais a esa montaña que se hundiese en
el mar y lo haría”. La fe es un don de Dios que constantemente hemos de
pedir, pero la fe no es un sentimiento o un estar a gusto. Que desde el
Señor veas el sufrimiento no sólo como una prueba, sino como una
oportunidad que él te da: de unirte al sacrificio de la cruz, de
descubrir la solidaridad de los demás, de darte cuenta que no necesitas
tantas cosas, de saberte necesitado de Dios.
El Papa terminaba esa Audiencia con estas palabras: “La oración
de Jesús moribundo en la cruz nos enseña a rezar con amor por tantos
hermanos y hermanas que sienten el peso de la vida cotidiana, que viven
momentos difíciles, que atraviesan situaciones de dolor, que no cuentan
con una palabra de consuelo”.
Tengo sed (Jn 19, 28)
Los estudiosos de la Biblia
consideran esta quinta Palabra como cumplimiento de lo recogido en el
salmo 69: “Para mi sed me dieron vinagre” (Sal 69, 22). También
encuentran en ella un reflejo del cántico de la viña del profeta Isaías:
“Esperaba que diera uvas, pero produjo agraces” (Is 5, 2).
Sin embargo en mi imaginario personal hay dos relatos a los que me
remite la sed del Señor: La primera es una escena doble de la película
Ben-Hur. Un Jesús al que no se le ve la cara da agua a aquel hombre
condenado a galeras. En la cruz es ese mismo hombre el que devuelve el
favor al Nazareno, acercando a los labios de Cristo la caña empapada de
vinagre y agua. Ese fotograma nos acerca de un modo claro a la sed como
fenómeno físico.
La otra escena es mucho más importante. Por lo pronto se trata de un
texto del evangelio de San Juan y en él la sed física de Jesús se
convierte en la excusa para mostrar su sed de amor hacia los hombres: se
trata del bellísimo relato de la samaritana (Jn 4, 1-45).
Independientemente del simbolismo que el agua tiene en el evangelio de
Juan y las referencias a la historia salvífica del pueblo de Israel que
supone que se desarrolle en el pozo de Jacob “que nos dio este pozo, y
de él bebieron él y sus hijos y sus ganados” (v. 12); lo que resulta
verdaderamente impresionante es el diálogo de Jesús con la samaritana.
Imagina que la samaritana eres tú y qué Jesús te pide de beber.
Probablemente le harías ese favor. Pero ¿cómo reaccionarías cuando
metidos en la conversación él manifestase conocer cosas de tu vida,
cosas que tú ves normales porque son normales para la sociedad y te
mostrase la verdad de tu comportamiento? La samaritana tenía fe, aunque
separados de los judíos los samaritanos tenían la misma fe. Tú también
dices que tienes fe, pero al igual que ella tu comportamiento no se
ajusta a lo que dices creer; seguramente tampoco eso te acarrea
sentimiento de culpa alguno. Pero hay algo que ya no es el agua física,
el no tener que ir al pozo a sacarla, que le impulsa a llamar a sus
vecinos. Quizá su vida no era tan dichosa como pensaba hasta entonces,
piensa si lo es la tuya.
Jesús tiene sed de la fe y del amor de esa mujer; Jesús tiene sed de
tu fe y de tu amor. Te está pidiendo tu agua, lo que tú tienes, aunque
solo sean tus pecados, para que tú puedas llenarte de él. Acércate al
Señor que te pide de beber y el cambiará tu vida. Cuando Cristo muere y
es traspasado por la lanza del soldado, el evangelista nos dice que “al
punto salió sangre y agua” (Jn 19, 34). Los Padres ha visto en ello el
nacimiento de la Iglesia, del Bautismo y de la Eucaristía. El
sediento se ha convertido en esa “fuente que salta a la vida eterna”,
como se lo había prometido a la samaritana. Esa agua ha saltado a ti,
por medio del bautismo, deja que calme tu sed.
Todo está consumado (Jn 19, 30)
Para el evangelista San Juan ésta es la última Palabra que pronuncia
Jesús. En ella se resume toda la primera parte del Padrenuestro: es
santificado el hombre de Dios, se hace presente el Reino de Dios y se ha
cumplido su voluntad. Cristo ha cumplido con creces la tarea para la
que había sido enviado al mundo.
Estando estudiando en el Seminario de Valladolid siempre que entraba en la capilla me impresionaba aquella frase de la Escritura que, como un friso, recorría la parte inferior de las vidrieras del Via Crucis: Factus obediens usque ad mortem, mortem autem crucis
(se hizo obediente hasta la muerte y una muerte de cruz). Manifiesta
hasta que punto Jesús ha cumplido la voluntad del Padre. Según Santo
Tomás de Aquino la contemplación de Cristo obediente hasta la muerte y
muerte de cruz, es la que mayor bien hace a quien la contempla.
No podemos ver el cumplimiento de la voluntad de Dios en Jesús como
un hecho aislado y circunscrito al momento de la muerte, es algo que
aparece y va creciendo en toda la vida del Señor, ya desde de su
infancia (huída a Egipto), pero que se da de un modo especial en su
vida pública (en las tentaciones del desierto, cuando habla del
cumplimiento de la voluntad de Dios, cuando Pedro se escandaliza ante el
anuncio de la Pasión, en la oración en el huerto…).
Todo se ha cumplido… ¿Puedo yo decir lo mismo de mi vida? ¿Cumplo la voluntad de Dios? ¿Soy obediente a lo que Él me pide?
Seguramente pensamos que aquél que obedece es menos libre, ya que
hemos identificado la libertad con hacer lo que a cada uno nos apetece y
nos parece que eso es lo correcto. Sin embargo aquél que obedece al
Señor, que cumple la voluntad de Dios, es más libre, porque es capaz de
desatarse de aquello que más le sujeta y que es el propio yo.
¿Pero, cuál es la voluntad de Dios? La respuesta que te puede parecer
difícil nos la da el propio Jesús cuando el joven rico le pregunta
“¿qué debo hacer para ganar la vida eterna”. Le responde: “Si quieres
entrar en la vida, guarda los mandamientos” (Mt 19, 17). Una respuesta
sencilla y clara: cumplir los mandamientos. Muy probablemente todos
cojeamos de alguno o de muchos de eso que los judíos llamaban las diez
palabras de vida.
Esas palabras de vida se van concretando de un modo diferente en la
existencia de cada uno de nosotros. No vive de igual modo la
santificación del tiempo una persona consagrada que otra que no lo es
(la diferencia más importante es el rezo de la liturgia de las horas
como obligación contraída en la profesión religiosa o la ordenación
sagrada). No vive de igual modo la castidad una persona casada que otra
que no lo está… Lo importante para un católico está en realizar la
vocación a la que ha sido llamado en la iglesia y que tiene una
finalidad común a todos: la santidad.
También la Iglesia
como Pueblo de Dios, Cuerpo de Cristo y Templo del Espíritu Santo está
llamada a cumplir la voluntad de Dios. Para eso el Señor le ha dotado de
unos medios, podríamos decir constitucionales, para llevar a cabo su
tarea en el mundo: el aspecto jerárquico y el aspecto carismático
supeditado a aquél. Por eso es importante la unidad en torno al
ministerio apostólico. Realizar la voluntad de Dios en nuestra vida
supone realizar la voluntad de Dios como Iglesia.
En la sociedad norteamericana se está produciendo un gran debate por
la imposición a todas las empresas, en los seguros médicos a sus
trabajadores, de unas medidas sobre salud que quiere imponer la Administración Obama. Esas medidas chocan frontalmente con la doctrina de la Iglesia
en materia de anticoncepción y aborto. Esa imposición no solo tiene un
aspecto confesional, como tantas veces se intentan vender esas cosas,
tiene que ver con algo más profundo que es la libertad de conciencia de
cada individuo. Para la Iglesia
en los Estados Unidos el cumplimiento de la voluntad de Dios está en
denunciar y oponerse a esa legislación y mover las conciencias, que
tiene una clara relevancia en este año electoral. Desde una perspectiva
meramente humana puede parecernos que lo sensato es contemporizar
–podemos pensar que se pueden perder cosas- Pero no hay luz sin cruz. En
muchas ocasiones la Iglesia
a preferido perder los medios materiales con los que realiza su misión,
a renunciar a realizar esa misión. Esto tiene que ver con aquellas
palabras de Cristo “Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es
de Dios” (Mc 12, 17). La Iglesia no es de ningún César, ni antiguo ni moderno. La Iglesia es de Cristo, y Cristo de Dios.
El video que la Conferencia Episcopal Española lanzó con motivo de la Campaña del Seminario de este año 2012, terminaba mostrando como los sacerdotes realizan su servicio en la Iglesia:
Alimentarás a los hombres… Unirás corazones… Consolarás a los que
sufren… Confirmarás a los que quieren ser fuertes… Experimentarás con
ellos la verdadera alegría… Los sumergirás en la Verdad… Y serás sacerdote, testigo de Jesucristo.
Puede parecerte que eso a ti te afecta poco, aunque a ti, muchacho,
pueda haberte tocado el corazón. Pero a lo que todos estamos llamados es
a ser testigos de Jesucristo. Un día entregarás tu vida a Dios ¿podrás
decir como Cristo “todo está cumplido? Examina tu vida, si en ella has
sido obediente a lo que el Señor te ha pedido. Si has aceptado esas
cruces que, no hay que buscarlas, siempre llegan, si has sido testigo de
Jesucristo.
A tus manos encomiendo mi Espíritu (Lc 23, 46)
El paso titular de esta Cofradía de las Siete Palabras, en cuyo
centro está el Santísimo Cristo de las Mercedes, lleva el título de esta
palabra. Las profecías se han cumplido, el inocente ha muerto por los
culpables, las últimas tres horas de Jesús han sido de silencio y
tinieblas, sólo esas últimas palabras de abandono de los hombres y de
abandono y confianza de Cristo en el Padre.
Parece que todo ha acabado y sin embargo hay una gran revolución
cósmica: un terremoto, la tierra se abre y los muertos salen de sus
sepulcros, el velo del Templo se rasga y al centurión pagano se le abren
los ojos a la fe: “Verdaderamente éste era justo” (Lc 23, 47). Quedan
tres días, cuarenta horas para la Resurrección
y el mundo ya ha cambiado porque Cristo reconciliado con el Padre, ha
salvado aquello que el hombre había perdido por el pecado.
El pecado, el sufrimiento y la muerte siguen existiendo en el mundo,
pero la muerte del Señor hace que no tengan la última palabra. La última
palabra que Dios nos da es de vida. Vida terrena que nos lanza a ser
defensores de la creación que Él nos ha dado, dominando la tierra y
haciéndola producir y que no podemos entender sólo ni fundamentalmente
en términos económicos, es el hogar de los hombres y en el que hay sitio
para todos. Del valor y dignidad de toda vida humana, puesta por Dios
como cima de esa Creación y sagrada en cuanto imagen y semejanza suya,
desde el momento de la concepción al de la muerte natural. También de la
vida eterna, horizonte y meta de nuestro paso por este mundo y que nos
llama a vivir solo de Dios.
Todo esto solo podemos realizarlo desde la fe, a la que el papa Benedicto XVI nos convoca en este año 2012, a partir del 11 de noviembre, por medio de la Carta Apostólica Porta Fidei, que en su num. 4 hace referencia a la Asamblea General
del Sínodo de los Obispos con el tema “La nueva evangelización para la
transmisión de la fe cristiana”. Y en su num. 7 aparece como una
auténtica y renovada conversión al Señor, único Salvador del mundo.
Dios, en el misterio de su muerte y resurrección, ha revelado en
plenitud el Amor que salva y llama a los hombres a la conversión de vida
mediante la remisión de los pecados (cf. Hch 5, 31).
Recibir o no el don de la fe que Dios nos da es tarea nuestra. En
palabras de San Agustín: “El médico, en lo que depende de él, viene a
curar al enfermo. Si uno no sigue las prescripciones del médico, se
perjudica a sí mismo. El Salvador vino al mundo… Si tú no quieres que te
salve te juzgará a ti mismo”. Debemos querer aceptar el perdón que
Jesús ya nos ha dado desde la Cruz.
Cristo ha muerto, y con su muerte nos ha dado la vida. Nos ha llamado
de las sombras e imágenes en las que vivimos a vivir en la luz de la Verdad ( ex umbris et imaginis ad veritate, epitafio
en la tumba del Beato John Henry Newman). Pongamos esta oración y
nuestras vidas en las manos de María; Madre de Dios y Madre nuestra.
Una nana de armiño
para tu sueño,
aromada de trinos,
brisas y besos.
Lucero mío,
duérmete en mi regazo,
si tienes frío.
Una cruz en las sombras
perfila el viento.
No despiertes, mi Niño,
sigue durmiendo.
Tu madre vela
frente a todas las cruces,
aunque le duela.
Dormido entre mis brazos,
blanda sonrisa
en sus labios abiertos
bebe la brisa.
Mi Niño duerme.
¡Callad ramas del sauce,
que no despierte!.
(Juan Gutierrez Radial, Baladilla de las Virgen desvelada)
José Andrés Cabrerizo Manchado
Canónigo de la Santa Iglesia Catedral Metropolitana
Sermón de las Siete Palabras
M.I.S. Don José Andrés Cabrerizo Manchado
Canónigo de la Santa Iglesia Catedral Metropolitana de Valladolid
Imagenes tomada de internet de la pagina web de "El Norte de Castilla"
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