Dentro de apenas unas pocas horas, se formalizará de manera efectiva, la renuncia de nuestro queridísimo Santo Padre a la Sede de Pedro. Son muchos los recuerdos que me vienen a la memoria en relación con los acontecimientos vividos en estos últimos ocho años, en los que el Señor ha querido regalarnos con una persona excepcional como sucesor de Pedro. Había quien pensaba que con Juan Pablo II el listón quedaba demasiado alto para quien le sucediese. Efectivamente, no sería fácil medirse con un coloso. Pero quién pensaba de aquella manera lo hacía sin tener en cuenta que Dios siempre tiene la última palabra. Ya antes de su elección Joseph Ratzinger dejo claro quien sería Benedicto XVI en aquella memorable homilía del funeral de Juan Pablo II; después en aquella otra de la misa "PRO ELIGENDO PONTIFICE" nos hablo claro de los problemas que acechaban y lo siguen haciendo, al hombre de hoy. Después........ la elección como Romano Pontífice... "Queridos hermanos y hermanas: después del gran papa Juan Pablo II,
los señores cardenales me han elegido a mí, un simple y humilde
trabajador de la viña del Señor. Me consuela el hecho de que el Señor
sabe trabajar y actuar incluso con instrumentos insuficientes, y sobre
todo me encomiendo a vuestras oraciones. En la alegría del Señor
resucitado, confiando en su ayuda continua, sigamos adelante. El Señor
nos ayudará y María, su santísima Madre, estará a nuestro lado. Gracias". Pasados los días, en la misa de inauguración de su Pontificado nos dejó "boquiabiertos" con aquella extraordinaria homilía donde explicaba algunas cosas difíciles de comprender con una claridad inusitada. Después vendrían los viajes, las encíclicas, los ángelus, los libros y aquella catequesis para mí emocionante sobre San Pablo; todo explicado con la profundidad de erudito y con la sencillez de maestro, en el sentido más imponente de la palabra. Con el paso del tiempo hemos podido comprobar que Benedicto XVI es otro Papa excepcional con el que hemos tenido la suerte de vivir y que los listones por altos que sean quien los salta verdaderamente es Dios mismo. Hoy en este día triste nos queda la alegría de no despedir al Santo Padre en las tres cajas de rigor. Benedicto XVI sigue con nosotros, seguirá rezando por nosotros y no cabe duda, nosotros por él, por eso esto nunca será una despedida.
DE LA ULTIMA AUDIENCIA GENERAL DEL PAPA EN LA PLAZA DE SAN PEDRO
Venerados hermanos en el episcopado y en el presbiterado,
distinguidas autoridades,
queridos hermanos y hermanas:
Os doy las gracias por haber venido, y tan numerosos, a ésta que es mi última
audiencia general. Gracias de corazón. Estoy verdaderamente conmovido y veo que la Iglesia
está viva. Y pienso que debemos también dar gracias al Creador por el buen
tiempo que nos regala ahora, todavía en invierno. Como el apóstol Pablo en el texto bíblico que hemos escuchado, también
yo siento en mi corazón que debo dar gracias sobre todo a Dios, que guía y hace
crecer a la Iglesia, que siembra su Palabra y alimenta así la fe en su Pueblo.
En este momento, mi alma se ensancha y abraza a toda la Iglesia esparcida por el
mundo; y doy gracias a Dios por las “noticias” que en estos años de ministerio
petrino he recibido sobre la fe en el Señor Jesucristo, y sobre la caridad que
circula realmente en el Cuerpo de la Iglesia, y que lo hace vivir en el amor, y
sobre la esperanza que nos abre y nos orienta hacia la vida en plenitud, hacia
la patria celestial.
Siento que llevo a todos en la oración, en un presente que es el de
Dios, donde recojo cada encuentro, cada viaje, cada visita pastoral. Recojo todo
y a todos en la oración para encomendarlos al Señor, para que tengamos pleno
conocimiento de su voluntad, con toda sabiduría e inteligencia espiritual, y
para que podamos comportarnos de manera digna de Él, de su amor, fructificando
en toda obra buena (cf. Col 1, 9-10).
En este momento, tengo una gran confianza, porque sé, sabemos todos,
que la Palabra de verdad del Evangelio es la fuerza de la Iglesia, es su vida.
El Evangelio purifica y renueva, da fruto, dondequiera que la comunidad de los
creyentes lo escucha y acoge la gracia de Dios en la verdad y en la caridad.
Ésta es mi confianza, ésta es mi alegría.
Cuando el 19 de abril de hace casi ocho años acepté asumir el ministerio petrino, tuve esta firme certeza que siempre me ha acompañado: la certeza de la
vida de la Iglesia por la Palabra de Dios. En aquel momento, como ya he
expresado varias veces, las palabras que resonaron en mi corazón fueron: Señor,
¿por qué me pides esto y qué me pides? Es un peso grande el que pones en mis
hombros, pero si Tú me lo pides, por tu palabra echaré las redes, seguro de que
Tú me guiarás, también con todas mis debilidades. Y ocho años después puedo
decir que el Señor realmente me ha guiado, ha estado cerca de mí, he podido
percibir cotidianamente su presencia. Ha sido un trecho del camino de la
Iglesia, que ha tenido momentos de alegría y de luz, pero también momentos no
fáciles; me he sentido como San Pedro con los apóstoles en la barca en el lago
de Galilea: el Señor nos ha dado muchos días de sol y de brisa suave, días en
los que la pesca ha sido abundante; ha habido también momentos en los que las
aguas se agitaban y el viento era contrario, como en toda la historia de la
Iglesia, y el Señor parecía dormir. Pero siempre supe que en esa barca estaba el
Señor y siempre he sabido que la barca de la Iglesia no es mía, no es nuestra,
sino que es suya. Y el Señor no deja que se hunda; es Él quien la conduce,
ciertamente también a través de los hombres que ha elegido, pues así lo ha
querido. Ésta ha sido y es una certeza que nada puede empañar. Y por eso hoy mi
corazón está lleno de gratitud a Dios, porque jamás ha dejado que falte a toda
la Iglesia y tampoco a mí su consuelo, su luz, su amor.
Estamos en el Año de la Fe, que he proclamado para fortalecer
precisamente nuestra fe en Dios en un contexto que parece rebajarlo cada vez más
a un segundo plano. Desearía invitaros a todos a renovar la firme confianza en
el Señor, a confiarnos como niños en los brazos de Dios, seguros de que esos
brazos nos sostienen siempre y son los que nos permiten caminar cada día,
también en la dificultad. Me gustaría que cada uno se sintiera amado por ese
Dios que ha dado a su Hijo por nosotros y que nos ha mostrado su amor sin
límites. Quisiera que cada uno de vosotros sintiera la alegría de ser cristiano.
En una bella oración para recitar a diario por la mañana se dice: “Te adoro,
Dios mío, y te amo con todo el corazón. Te doy gracias porque me has creado,
hecho cristiano...”. Sí, alegrémonos por el don de la fe; es el bien más
precioso, que nadie nos puede arrebatar. Por ello demos gracias al Señor cada
día, con la oración y con una vida cristiana coherente. Dios nos ama, pero
espera que también nosotros lo amemos.Pero no es sólo a Dios a quien quiero dar las gracias en este momento.
Un Papa no guía él solo la barca de Pedro, aunque sea ésta su principal
responsabilidad.
Yo nunca me he sentido solo al llevar la alegría y el peso del
ministerio petrino; el Señor me ha puesto cerca a muchas personas que, con
generosidad y amor a Dios y a la Iglesia, me han ayudado y han estado cerca de
mí. Ante todo vosotros, queridos hermanos cardenales: vuestra sabiduría y
vuestros consejos, vuestra amistad han sido valiosos para mí; mis colaboradores,
empezando por mi Secretario de Estado que me ha acompañado fielmente en estos
años; la Secretaría de Estado y toda la Curia Romana, así como todos aquellos
que, en distintos ámbitos, prestan su servicio a la Santa Sede. Se trata de
muchos rostros que no aparecen, permanecen en la sombra, pero precisamente en el
silencio, en la entrega cotidiana, con espíritu de fe y humildad, han sido para
mí un apoyo seguro y fiable. Un recuerdo especial a la Iglesia de Roma, mi
diócesis. No puedo olvidar a los hermanos en el episcopado y en el presbiterado,
a las personas consagradas y a todo el Pueblo de Dios: en las visitas
pastorales, en los encuentros, en las audiencias, en los viajes, siempre he
percibido gran interés y profundo afecto. Pero también yo os he querido a todos
y cada uno, sin distinciones, con esa caridad pastoral que es el corazón de todo
Pastor, sobre todo del Obispo de Roma, del Sucesor del Apóstol Pedro. Cada día
he llevado a cada uno de vosotros en la oración, con el corazón de padre.
Desearía que mi saludo y mi agradecimiento llegara además a todos: el
corazón de un Papa se extiende al mundo entero. Y querría expresar mi gratitud
al Cuerpo diplomático ante la Santa Sede, que hace presente a la gran familia de
las Naciones. Aquí pienso también en cuantos trabajan por una buena
comunicación, y a quienes agradezco su importante servicio. En este momento, desearía dar las gracias de todo corazón a las
numerosas personas de todo el mundo que en las últimas semanas me han enviado
signos conmovedores de delicadeza, amistad y oración. Sí, el Papa nunca está
solo; ahora lo experimento una vez más de un modo tan grande que toca el
corazón.
El Papa pertenece a todos y muchísimas personas se sienten muy cerca de
él. Es verdad que recibo cartas de los grandes del mundo –de los Jefes de
Estado, de los líderes religiosos, de los representantes del mundo de la
cultura, etcétera. Pero recibo también muchísimas cartas de personas humildes
que me escriben con sencillez desde lo más profundo de su corazón y me hacen
sentir su cariño, que nace de estar juntos con Cristo Jesús, en la Iglesia.
Estas personas no me escriben como se escribe, por ejemplo, a un príncipe o a un
personaje a quien no se conoce. Me escriben como hermanos y hermanas o como
hijos e hijas, sintiendo un vínculo familiar muy afectuoso. Aquí se puede tocar
con la mano qué es la Iglesia –no una organización, una asociación con fines
religiosos o humanitarios, sino un cuerpo vivo, una comunión de hermanos y
hermanas en el Cuerpo de Jesucristo, que nos une a todos. Experimentar la
Iglesia de este modo, y poder casi llegar a tocar con la mano la fuerza de su
verdad y de su amor, es motivo de alegría, en un tiempo en que tantos hablan de
su declive. Pero vemos cómo la Iglesia hoy está viva.
En estos últimos meses, he notado que mis fuerzas han disminuido, y he
pedido a Dios con insistencia, en la oración, que me iluminara con su luz para
tomar la decisión más adecuada no para mi propio bien, sino para el bien de la
Iglesia. He dado este paso con plena conciencia de su importancia y también de
su novedad, pero con una profunda serenidad de ánimo. Amar a la Iglesia
significa también tener el valor de tomar decisiones difíciles, sufridas,
teniendo siempre delante el bien de la Iglesia y no el de uno mismo.
Permitidme aquí volver de nuevo al 19 de abril de 2005. La seriedad de
la decisión reside precisamente también en el hecho de que a partir de aquel
momento me comprometía siempre y para siempre con el Señor. Siempre –quien asume
el ministerio petrino ya no tiene ninguna privacidad. Pertenece siempre y
totalmente a todos, a toda la Iglesia. Su vida, por así decirlo, viene despojada
de la dimensión privada. He podido experimentar, y lo experimento precisamente
ahora, que uno recibe la vida justamente cuando la da. Antes he dicho que muchas
personas que aman al Señor aman también al Sucesor de San Pedro y le tienen un
gran cariño; que el Papa tiene verdaderamente hermanos y hermanas, hijos e hijas
en todo el mundo, y que se siente seguro en el abrazo de vuestra comunión;
porque ya no se pertenece a sí mismo, pertenece a todos y todos le pertenecen. El “siempre” es también un “para siempre” –ya no existe una vuelta a lo
privado. Mi decisión de renunciar al ejercicio activo del ministerio no revoca
esto. No vuelvo a la vida privada, a una vida de viajes, encuentros,
recepciones, conferencias, etcétera. No abandono la cruz, sino que permanezco de
manera nueva junto al Señor Crucificado. Ya no tengo la potestad del oficio para
el gobierno de la Iglesia, pero en el servicio de la oración permanezco, por así
decirlo, en el recinto de San Pedro. San Benito, cuyo nombre llevo como Papa, me
será de gran ejemplo en esto. Él nos mostró el camino hacia una vida que, activa
o pasiva, pertenece totalmente a la obra de Dios.
Doy las gracias a todos y cada uno también por el respeto y la
comprensión con la que habéis acogido esta decisión tan importante. Continuaré
acompañando el camino de la Iglesia con la oración y la reflexión, con la
entrega al Señor y a su Esposa, que he tratado de vivir hasta ahora cada día y
quisiera vivir siempre. Os pido que me recordéis ante Dios, y sobre todo que
recéis por los Cardenales, llamados a una tarea tan relevante, y por el nuevo
Sucesor del Apóstol Pedro: que el Señor le acompañe con la luz y la fuerza de su
Espíritu. Invoquemos la intercesión maternal de la Virgen María, Madre de Dios y
de la Iglesia, para que nos acompañe a cada uno de nosotros y a toda la
comunidad eclesial; a Ella nos encomendamos, con profunda confianza.
Queridos amigos, Dios guía a su Iglesia, la sostiene siempre, también y
sobre todo en los momentos difíciles. No perdamos nunca esta visión de fe, que
es la única visión verdadera del camino de la Iglesia y del mundo. Que en
nuestro corazón, en el corazón de cada uno de vosotros, esté siempre la gozosa
certeza de que el Señor está a nuestro lado, no nos abandona, está cerca de
nosotros y nos cubre con su amor.
Gracias.
Fotografías tomadas de internet
No hay comentarios:
Publicar un comentario