Hoy se cumplen siete años del memorable día en el que la Divina Providencia nos regaló con su elección al Santo Padre Benedicto XVI. Humildemente, desde este blog manifiesto mi cariño filial y adhesión al Romano Pontífice, confiándo a Dios Nuestro Señor y a Nuestra Madre la Virgen Santísima su persona e intenciones. Como homenaje a nuestro queridísimo Santo Padre, quiero agregar a estas líneas del blog aquella extraordinaria homilia que pronunció el día de inauguración de su pontificado. Gracias por todo Santo Padre.
BENEDICTO XVI
19 de abril
de 2005
Annuntio vobis gaudium magnum;
habemus Papam:
habemus Papam:
Eminentissimum ac
Reverendissimum Dominum,
Dominum Josephum
Sanctae Romanae Ecclesiae
Dominum Josephum
Sanctae Romanae Ecclesiae
Cardinalem Ratzinger
qui sibi nomen imposuit Benedictum XVI
qui sibi nomen imposuit Benedictum XVI
SANTA MISA
IMPOSICIÓN DEL PALIO
Y ENTREGA DEL ANILLO DEL PESCADOR
EN EL SOLEMNE INICIO DEL MINISTERIO PETRINO
DEL OBISPO DE ROMA
IMPOSICIÓN DEL PALIO
Y ENTREGA DEL ANILLO DEL PESCADOR
EN EL SOLEMNE INICIO DEL MINISTERIO PETRINO
DEL OBISPO DE ROMA
HOMILÍA DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
Plaza de San Pedro
Domingo 24 de abril de 2005
Domingo 24 de abril de 2005
Señor Cardenales,
venerables Hermanos en el episcopado y en el sacerdocio,
distinguidas Autoridades y Miembros del Cuerpo diplomático, queridos Hermanos y Hermanas.
venerables Hermanos en el episcopado y en el sacerdocio,
distinguidas Autoridades y Miembros del Cuerpo diplomático, queridos Hermanos y Hermanas.
Por tres veces nos ha acompañado en estos días tan intensos el canto de las
letanías de los santos: durante los funerales de nuestro Santo Padre Juan Pablo
II; con ocasión de la entrada de los Cardenales en Cónclave, y también hoy,
cuando las hemos cantado de nuevo con la invocación: Tu illum adiuva,
asiste al nuevo sucesor de San Pedro. He oído este canto orante cada vez de un
modo completamente singular, como un gran consuelo. ¡Cómo nos hemos sentido
abandonados tras el fallecimiento de Juan Pablo II! El Papa que durante 26 años
ha sido nuestro pastor y guía en el camino a través de nuestros tiempos. Él
cruzó el umbral hacia la otra vida, entrando en el misterio de Dios. Pero no dio
este paso en solitario. Quien cree, nunca está solo; no lo está en la vida ni
tampoco en la muerte. En aquellos momentos hemos podido invocar a los santos de
todos los siglos, sus amigos, sus hermanos en la fe, sabiendo que serían el
cortejo viviente que lo acompañaría en el más allá, hasta la gloria de Dios.
Nosotros sabíamos que allí se esperaba su llegada. Ahora sabemos que él está
entre los suyos y se encuentra realmente en su casa. Hemos sido consolados de
nuevo realizando la solemne entrada en cónclave para elegir al que Dios había
escogido. ¿Cómo podíamos reconocer su nombre? ¿Cómo 115 Obispos,
procedentes de todas las culturas y países, podían encontrar a quien Dios quería
otorgar la misión de atar y desatar? Una vez más, lo sabíamos; sabíamos que
no estamos solos, que estamos rodeados, guiados y conducidos por los amigos de
Dios. Y ahora, en este momento, yo, débil siervo de Dios, he de asumir este
cometido inaudito, que supera realmente toda capacidad humana. ¿Cómo puedo
hacerlo? ¿Cómo seré capaz de llevarlo a cabo? Todo vosotros, queridos amigos,
acabáis de invocar a toda la muchedumbre de los santos, representada por
algunos de los grandes nombres de la historia que Dios teje con los hombres. De
este modo, también en mí se reaviva esta conciencia: no estoy solo. No tengo
que llevar yo solo lo que, en realidad, nunca podría soportar yo solo. La
muchedumbre de los santos de Dios me protege, me sostiene y me conduce. Y me
acompañan, queridos amigos, vuestra indulgencia, vuestro amor, vuestra fe y
vuestra esperanza. En efecto, a la comunidad de los santos no pertenecen sólo
las grandes figuras que nos han precedido y cuyos nombres conocemos. Todo
nosotros somos la comunidad de los santos; nosotros, bautizados en el nombre del
Padre, del Hijo y del Espíritu Santo; nosotros, que vivimos del don de la carne
y la sangre de Cristo, por medio del cual quiere transformarnos y hacernos
semejantes a sí mismo. Sí, la Iglesia está viva; ésta es la maravillosa
experiencia de estos días. Precisamente en los tristes días de la enfermedad y
la muerte del Papa, algo se ha manifestado de modo maravilloso ante nuestros
ojos: que la Iglesia está viva. Y la Iglesia es joven. Ella lleva en sí misma
el futuro del mundo y, por tanto, indica también a cada uno de nosotros la vía
hacia el futuro. La Iglesia está viva y nosotros lo vemos: experimentamos la
alegría que el Resucitado ha prometido a los suyos. La Iglesia está viva; está
viva porque Cristo está vivo, porque él ha resucitado verdaderamente. En el
dolor que aparecía en el rostro del Santo Padre en los días de Pascua, hemos
contemplado el misterio de la pasión de Cristo y tocado al mismo tiempo sus
heridas. Pero en todos estos días también hemos podido tocar, en un sentido
profundo, al Resucitado. Hemos podido experimentar la alegría que él ha
prometido, después de un breve tiempo de oscuridad, como fruto de su resurrección.
La Iglesia está viva: de este modo saludo con gran gozo y gratitud a
todos
vosotros que estáis aquí reunidos, venerables Hermanos Cardenales y
Obispos,
queridos sacerdotes, diáconos, agentes de pastoral y catequistas. Os
saludo a
vosotros, religiosos y religiosas, testigos de la presencia
transfigurante de
Dios. Os saludo a vosotros, fieles laicos, inmersos en el gran campo de
la
construcción del Reino de Dios que se expande en el mundo, en cualquier
manifestación de la vida. El saludo se llena de afecto al dirigirlo
también a
todos los que, renacidos en el sacramento del Bautismo, aún no están en
plena
comunión con nosotros; y a vosotros, hermanos del pueblo hebreo, al que
estamos
estrechamente unidos por un gran patrimonio espiritual común, que hunde
sus raíces
en las irrevocables promesas de Dios. Pienso, en fin –casi como una onda
que se expande– en todos los hombres de nuestro tiempo, creyente y no
creyentes.
¡Queridos amigos! En este momento no necesito presentar un programa de gobierno.
Algún rasgo de lo que considero mi tarea, la he podido exponer ya en mi mensaje
del miércoles, 20 de abril; no faltarán otras ocasiones para hacerlo. Mi
verdadero programa de gobierno es no hacer mi voluntad, no seguir mis propias
ideas, sino de ponerme, junto con toda la Iglesia, a la escucha de la palabra y
de la voluntad del Señor y dejarme conducir por Él, de tal modo que sea él
mismo quien conduzca a la Iglesia en esta hora de nuestra historia. En lugar de
exponer un programa, desearía más bien intentar comentar simplemente los dos
signos con los que se representa litúrgicamente el inicio del Ministerio
petrino; por lo demás, ambos signos reflejan también exactamente lo que se ha
proclamado en las lecturas de hoy.
El primer signo es el palio, tejido de lana pura, que se me pone sobre los
hombros. Este signo antiquísimo, que los Obispos de Roma llevan desde el siglo
IV, puede ser considerado como una imagen del yugo de Cristo, que el Obispo de
esta ciudad, el Siervo de los Siervos de Dios, toma sobre sus hombros. El yugo
de Dios es la voluntad de Dios que nosotros acogemos. Y esta voluntad no es un
peso exterior, que nos oprime y nos priva de la libertad. Conocer lo que Dios
quiere, conocer cuál es la vía de la vida, era la alegría de Israel, su gran
privilegio. Ésta es también nuestra alegría: la voluntad de Dios, en vez de
alejarnos de nuestra propia identidad, nos purifica –quizás a veces de
manera dolorosa– y nos hace volver de este modo a nosotros mismos. Y así, no
servimos solamente Él, sino también a la salvación de todo el mundo, de toda
la historia. En realidad, el simbolismo del Palio es más concreto aún: la lana
de cordero representa la oveja perdida, enferma o débil, que el pastor lleva a
cuestas para conducirla a las aguas de la vida. La parábola de la oveja perdida,
que el pastor busca en el desierto, fue para los Padres de la Iglesia una imagen
del misterio de Cristo y de la Iglesia. La humanidad –todos nosotros– es
la oveja descarriada en el desierto que ya no puede encontrar la senda. El Hijo
de Dios no consiente que ocurra esto; no puede abandonar la humanidad a una
situación tan miserable. Se alza en pie, abandona la gloria del cielo, para ir
en busca de la oveja e ir tras ella, incluso hasta la cruz. La pone sobre sus
hombros, carga con nuestra humanidad, nos lleva a nosotros mismos, pues Él es
el buen pastor, que ofrece su vida por las ovejas. El Palio indica primeramente
que Cristo nos lleva a todos nosotros. Pero, al mismo tiempo, nos invita a
llevarnos unos a otros. Se convierte así en el símbolo de la misión del
pastor del que hablan la segunda lectura y el Evangelio de hoy. La santa
inquietud de Cristo ha de animar al pastor: no es indiferente para él que
muchas personas vaguen por el desierto. Y hay muchas formas de desierto: el
desierto de la pobreza, el desierto del hambre y de la sed; el desierto del
abandono, de la soledad, del amor quebrantado. Existe también el desierto de la
oscuridad de Dios, del vacío de las almas que ya no tienen conciencia de la
dignidad y del rumbo del hombre. Los desiertos exteriores se multiplican en el
mundo, porque se han extendido los desiertos interiores. Por eso, los tesoros de
la tierra ya no están al servicio del cultivo del jardín de Dios, en el que
todos puedan vivir, sino subyugados al poder de la explotación y la destrucción.
La Iglesia en su conjunto, así como sus Pastores, han de ponerse en camino como
Cristo para rescatar a los hombres del desierto y conducirlos al lugar de la
vida, hacia la amistad con el Hijo de Dios, hacia Aquel que nos da la vida, y la
vida en plenitud. El símbolo del cordero tiene todavía otro aspecto. Era
costumbre en el antiguo Oriente que los reyes se llamaran a sí mismos pastores
de su pueblo. Era una imagen de su poder, una imagen cínica: para ellos, los
pueblos eran como ovejas de las que el pastor podía disponer a su agrado. Por
el contrario, el pastor de todos los hombres, el Dios vivo, se ha hecho él
mismo cordero, se ha puesto de la parte de los corderos, de los que son
pisoteados y sacrificados. Precisamente así se revela Él como el verdadero
pastor: “Yo soy el buen pastor [...]. Yo doy mi vida por las ovejas”, dice
Jesús de sí mismo (Jn 10, 14s.). No es el poder lo que redime, sino el
amor. Éste es el distintivo de Dios: Él mismo es amor. ¡Cuántas veces desearíamos
que Dios se mostrara más fuerte! Que actuara duramente, derrotara el mal y
creara un mundo mejor. Todas las ideologías del poder se justifican así,
justifican la destrucción de lo que se opondría al progreso y a la liberación
de la humanidad. Nosotros sufrimos por la paciencia de Dios. Y, no obstante,
todos necesitamos su paciencia. El Dios, que se ha hecho cordero, nos dice que
el mundo se salva por el Crucificado y no por los crucificadores. El mundo es
redimido por la paciencia de Dios y destruido por la impaciencia de los
hombres.
Una de las características fundamentales del pastor debe ser amar a los hombres
que le han sido confiados, tal como ama Cristo, a cuyo servicio está.
“Apacienta mis ovejas”, dice Cristo a Pedro, y también a mí, en este
momento. Apacentar quiere decir amar, y amar quiere decir también estar
dispuestos a sufrir. Amar significa dar el verdadero bien a las ovejas, el
alimento de la verdad de Dios, de la palabra de Dios; el alimento de su
presencia, que él nos da en el Santísimo Sacramento. Queridos amigos, en este
momento sólo puedo decir: rogad por mí, para que aprenda a amar cada vez más
al Señor. Rogad por mí, para que aprenda a querer cada vez más a su rebaño,
a vosotros, a la Santa Iglesia, a cada uno de vosotros, tanto personal como
comunitariamente. Rogad por mí, para que, por miedo, no huya ante los lobos.
Roguemos unos por otros para que sea el Señor quien nos lleve y nosotros
aprendamos a llevarnos unos a otros.
El segundo signo con el cual la liturgia de hoy representa el comienzo del
Ministerio petrino es la entrega del anillo del pescador. La llamada de Pedro a
ser pastor, que hemos oído en el Evangelio, viene después de la narración de
una pesca abundante; después de una noche en la que echaron las redes sin éxito,
los discípulos vieron en la orilla al Señor resucitado. Él les manda volver a
pescar otra vez, y he aquí que la red se llena tanto que no tenían fuerzas
para sacarla; había 153 peces grandes y, “aunque eran tantos, no se rompió
la red” (Jn 21, 11). Este relato al final del camino terrenal de Jesús
con sus discípulos, se corresponde con uno del principio: tampoco entonces los
discípulos habían pescado nada durante toda la noche; también entonces Jesús
invitó a Simón a remar mar adentro. Y Simón, que todavía no se llamaba
Pedro, dio aquella admirable respuesta: “Maestro, por tu palabra echaré las
redes”. Se le confió entonces la misión: “No temas, desde ahora serás
pescador de hombres” (Lc 5, 1.11). También hoy se dice a la Iglesia y
a los sucesores de los apóstoles que se adentren en el mar de la historia y
echen las redes, para conquistar a los hombres para el Evangelio, para Dios,
para Cristo, para la vida verdadera. Los Padres han dedicado también un
comentario muy particular a esta tarea singular. Dicen así: para el pez, creado
para vivir en el agua, resulta mortal sacarlo del mar. Se le priva de su
elemento vital para convertirlo en alimento del hombre. Pero en la misión del
pescador de hombres ocurre lo contrario. Los hombres vivimos alienados, en las
aguas saladas del sufrimiento y de la muerte; en un mar de oscuridad, sin luz.
La red del Evangelio nos rescata de las aguas de la muerte y nos lleva al
resplandor de la luz de Dios, en la vida verdadera. Así es, efectivamente: en
la misión de pescador de hombres, siguiendo a Cristo, hace falta sacar a los
hombres del mar salado por todas las alienaciones y llevarlo a la tierra de la
vida, a la luz de Dios. Así es, en verdad: nosotros existimos para enseñar
Dios a los hombres. Y únicamente donde se ve a Dios, comienza realmente la vida.
Sólo cuando encontramos en Cristo al Dios vivo, conocemos lo que es la vida. No
somos el producto casual y sin sentido de la evolución. Cada uno de nosotros es
el fruto de un pensamiento de Dios. Cada uno de nosotros es querido, cada uno es
amado, cada uno es necesario. Nada hay más hermoso que haber sido alcanzados,
sorprendidos, por el Evangelio, por Cristo. Nada más bello que conocerle y
comunicar a los otros la amistad con él. La tarea del pastor, del pescador de
hombres, puede parecer a veces gravosa. Pero es gozosa y grande, porque en
definitiva es un servicio a la alegría, a la alegría de Dios que quiere hacer
su entrada en el mundo.
Quisiera ahora destacar todavía una cosa: tanto en la imagen del pastor como en
la del pescador, emerge de manera muy explícita la llamad a la unidad. “Tengo
, además, otras ovejas que no son de este redil; también a ésas las tengo que
traer, y escucharán mi voz y habrá un solo rebaño, un solo Pastor” (Jn
10, 16), dice Jesús al final del discurso del buen pastor. Y el relato de los
153 peces grandes termina con la gozosa constatación: “Y aunque eran tantos,
no se rompió la red” (Jn 21, 11). ¡Ay de mí, Señor amado! ahora la
red se ha roto, quisiéramos decir doloridos. Pero no, ¡no debemos estar
tristes! Alegrémonos por tu promesa que no defrauda y hagamos todo lo posible
para recorrer el camino hacia la unidad que tú has prometido. Hagamos memoria
de ella en la oración al Señor, como mendigos; sí, Señor, acuérdate de lo
que prometiste. ¡Haz que seamos un solo pastor y una sola grey! ¡No permitas
que se rompa tu red y ayúdanos a ser servidores de la unidad!
En este
momento mi recuerdo vuelve al 22 de octubre de 1978, cuando el Papa Juan
Pablo II inició su ministerio aquí en la Plaza de San Pedro. Todavía, y
continuamente, resuenan en mis oídos sus palabras de entonces: “¡No
temáis!
¡Abrid, más todavía, abrid de par en par las puertas a Cristo!” El Papa
hablaba a los fuertes, a los poderosos del mundo, los cuales tenían
miedo de
que Cristo pudiera quitarles algo de su poder, si lo hubieran dejado
entrar y
hubieran concedido la libertad a la fe. Sí, él ciertamente les habría
quitado
algo: el dominio de la corrupción, del quebrantamiento del derecho y de
la
arbitrariedad. Pero no les habría quitado nada de lo que pertenece a la
libertad del hombre, a su dignidad, a la edificación de una sociedad
justa.
Además, el Papa hablaba a todos los hombres, sobre todo a los jóvenes.
¿Acaso
no tenemos todos de algún modo miedo –si dejamos entrar a Cristo
totalmente
dentro de nosotros, si nos abrimos totalmente a él–, miedo de que él
pueda
quitarnos algo de nuestra vida? ¿Acaso no tenemos miedo de renunciar a
algo
grande, único, que hace la vida más bella? ¿No corremos el riesgo de
encontrarnos luego en la angustia y vernos privados de la libertad? Y
todavía
el Papa quería decir: ¡no! quien deja entrar a Cristo no pierde nada,
nada –absolutamente nada– de lo que hace la vida libre, bella y grande.
¡No!
Sólo con esta amistad se abren las puertas de la vida. Sólo con esta
amistad se abren realmente las grandes potencialidades de la condición
humana.
Sólo con esta amistad experimentamos lo que es bello y lo que nos
libera. Así,
hoy, yo quisiera, con gran fuerza y gran convicción, a partir de la
experiencia
de una larga vida personal, decir a todos vosotros, queridos jóvenes:
¡No tengáis
miedo de Cristo! Él no quita nada, y lo da todo. Quien se da a él,
recibe el
ciento por uno. Sí, abrid, abrid de par en par las puertas a Cristo, y
encontraréis la verdadera vida. Amén.
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